Un sol entre el carbón y las cenizas
de Pedro Mena Bermúdez
La figura que aquí se alza no es la del poeta romántico, tampoco la del moralista en tiempos de crisis. Es la de quien que ha sido, como él mismo dice, «laúd de tripas desafinado, flema negra de un sol con cólicos». Esta autodefinición, grotesca y trágica a la vez, da cuenta del tono sostenido que rehúye la autocompasión, pero no se exime del pathos.
Dividido en tres secciones —Carbón, Sol, Cenizas— el libro propone una estructura que remite a la experiencia del descenso, al fulgor momentáneo y a la desaparición. Pero Mena se niega a convertir esa estructura en un consuelo narrativo. No hay aquí catarsis, ni redención, ni resolución: «Estas palabras que tanto atesoras, / un día serán tu ruina, / recuérdalo, / tus palabras / todo lo destruirán». La poesía no viene a reconciliar al sujeto con su historia, quizá viene a darle forma.
Pedro Mena despliega con particular agudeza una poética del miedo infantil desde la complejidad moral de la infancia misma, donde lo aterrador y lo lúdico coexisten en un mismo registro. Lejos de la mirada nostálgica o edulcorada, el poeta retrata la niñez como un campo de tensiones: entre lo que se comprende poco y lo que se teme del todo, entre el juego y el castigo, entre el dogma y la imaginación. Evoca ese terror religioso inculcado por los adultos desde una voz que aún conserva la lógica mágica del niño: «yo me iba a la cama con ese infierno, / y bajo mi cobija me sentía en una gruta / y escuchaba celebrar misas negras». Hay aquí una infancia como teatro de visiones deformadas, un lugar donde el miedo se vuelve casi un juego ritual.
Luego estaremos frente a la descomposición del yo poético: un yo que se resquebraja bajo el peso de sí mismo, que se ve, se interroga y se maldice con una franqueza que roza lo insoportable. Este yo se debate en un espacio donde lo doméstico y lo apocalíptico se entrecruzan sin jerarquía. En el poema Humo, el diálogo banal sobre unos niños ausentes que juegan «a las guerritas» se transforma en una escena de horror cotidiano: «—¿Dónde están los niños? / —¿Cuáles niños? / —Tus hijos y mis hijos... / —¿Ya te fijaste que el sol se ha puesto negro? / —Es por el humo. / —¿A qué huele? / —Huele a carne asada, a tuétanos hirviendo, /a pólvora quemada, a carbón.» Un horror asumido como parte del paisaje.
Es la irrupción de la figura filial en la segunda parte, aquello que salva al yo poético del solipsismo. La hija no aparece como simple emblema de la ternura, es el núcleo ético y afectivo. La paternidad, en Mena, es una experiencia corporal, moral y profundamente humana. «Tu padre partió una piedra de jade y la puso en su pecho», «le dijo a la mujer: no quiero superpoderes, prefiero ver a mi hija». Un reconocimiento de su dimensión trágica, de su carácter redentor no exento de fragilidad. Acá otra cita: «Vuelvo la vista a las hojas de aquel árbol, / hay doce pajaritos ahí, / pían tu nombre / con tanta alegría, / que al mismísimo sol / le sacan una carcajada».
Cabe señalar que el poemario no elude su contexto. Los ecos de una infancia asolada por la violencia, el miedo y la culpa religiosa configuran un fondo donde la figura del padre es interpelada con crudeza. El poema Padre, por ejemplo, es un reflejo íntimo del derrumbe familiar en contextos de miseria estructural.
¿Estamos frente a un testimonio? No en el sentido sociológico del término, pero sí en su acepción más profunda: como afirmación de vida frente a la descomposición. Por ello, cuando al inicio de la tercera parte, el autor implora «sean colocadas / mis cenizas en una pequeña taza / de porcelana, la más resquebrajada / del gabinete de mi hija», nos preguntamos si es un gesto sentimental o una forma de resistencia del que hace cuentas «qué sumo / qué resto. / Desapareceré». El único destino posible para quien no se cree dueño de ninguna trascendencia.
Finalmente, Mena articula su poética: «No tengas miedo de escribir el miedo / —No seas ingenuo; el miedo es quien escribe». El yo, aquí, es simultáneamente ruina y nacimiento, víctima y herida, pero también —y esto es crucial— algo que persiste. «Yo soy tú», termina diciendo esa voz oscura. «Tú eres ese yo soy». En este reconocimiento mutuo entre yo poético y poeta, entre dolor y conciencia, entre palabra y herida, se inscribe la fuerza de Un sol entre el carbón y las cenizas.

A lo largo de once años —una duración que hoy, en tiempos de inmediatez, parece ya no corresponder a la exigencia del mundo editorial— Pedro Mena ha trabajado Un sol entre el carbón y las cenizas, un libro que es, como señala atinadamente Luis Felipe Pérez en su prólogo, el itinerario vital de un yo poético —y yo agrego— que se construye desde la implosión, que hace del derrumbe una forma de conocimiento, y que a momentos parece confundirse con el poeta, pero que no lo es del todo.
Estamos ante un libro cuya materia prima es la angustia como experiencia filosófica y afectiva, una ontología de la ruina. El yo es un «bulto» que se repite: «no me siento parte de este lugar» un mantra que aparece en múltiples variaciones, encarnando el desequilibrio con una franqueza que se niega a ser simbólica. El cuerpo, la mente, la historia personal se funden en una misma materia tóxica, la figura trágica de un sujeto atrapado en la inercia depresiva, incapaz incluso de odiarse con eficacia: «dentro de mi cráneo habita / una ballena bostezando».

Narradora, editora e impresora de cuarta generación, Ana Paulina Calvillo nació en la Ciudad de México en 1974 y radica en Guanajuato capital desde finales del siglo XX, donde realiza proyectos culturales y de promoción a la lectura y es directora editorial de Los Otros Libros. Cuentos suyos forman parte de la antología Palabra Germinales (Ediciones La Rana, 2002) y Premios de Literatura León 2020 (Instituto Cultural de León, 2020). De su producción dramática publicó Los Reyes (Los Otros Libros, 2020) y es autora del libro de cuentos Marca de agua (Ficticia, Ediciones La Rana, 2023)

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