Luis Felipe Pérez y el rastreo de la Mala entraña: estaciones de la memoria.
Sugey Navarro
Mala entraña es el paréntesis: la retrospectiva que se abre entre los días que avanzan. Un espacio entre lo inevitable y el ritmo natural de las cosas, a partir de la ruptura interior, en alguien que había asumido como mantra Soy primitiva y el instinto de supervivencia es mi brújula y comienza a trazar el mapa que la llevó hasta esa espera, a rastrear la raíz de su malicia. Porque en la crisis se abre la posibilidad –o la necesidad– de replantearse el camino que nos ha llevado hasta ese ahora. De eso también va la vida: lo que transcurre dentro de nosotros cuando estamos en silencio.
Es la línea del tiempo, que sólo tenemos capacidad de apreciar desde la obligada paciencia por un resultado que altere los días, o por quien alcanza a percibir el estruendo de todo lo que se puede romper en el silencio. Y aquí hay mucho de ambas, cuando la protagonista intenta rastrear el gen de la autodestrucción, se da la oportunidad –o se ve arrojada– a deshebrar los hilos que componen su mala entraña.
En un examen de conciencia en cierta crisis de los tempranos treintas, nos coloca en la isla del autoencuentro, en el punto donde algo dentro de nosotros, se quebró por no dar cabida a las preguntas de lo que realmente éramos. Nos muestra la soledad con que se visualiza entregando la máscara de lo que ha sido hasta el momento, para tratar de aclarar cuáles son sus sueños y cuáles fueron usurpados. Ahí sabemos que no está sola, que hemos visitado esa isla. Al mismo tiempo, es inevitable incluir en las preguntas de lo que la conforma, su historia familiar, las relaciones de las que proviene y las que decidió ir formando en el camino; principalmente de las que salió huyendo.
Antes pensé que podía saltar la ola y seguir de pie. Lo solía pensar en ese tiempo en que era una devoradora, una especie de compulsión por la vida, por escalar y llegar a una meta que no era muy clara, pero que, al menos, no debía ser la de mi casa materna.
El viaje
La espera y la introspección, son inevitablemente recorrido y Luis Felipe Pérez vuelve palpables esas estaciones del pensamiento, mientras nos lleva de viaje con la protagonista, por las ciudades y amores que vivió, los mil trabajos de quien a pesar del esfuerzo, es víctima de las circunstancias. Temo usar el término víctima, porque la personalidad de Canché no lo es nunca, es defensiva, pero nunca la primera ofensa; ¿o es acaso una de las máscaras de las que nos permitirá despojarle en el soliloquio?
Cuando nombra La impresión que tengo de esa nueva ciudad es la de una madrugada fría, entiendo la sensación de extrañeza, y es de esa forma como además de sus relaciones y la manera en que desfoga o sofoca sus emociones a través de la entrega a medias o la huida, Luis Felipe traslada al espacio lo que la protagonista se encuentra simplemente sobreviviendo.
En ese sentido, admiro la fortaleza del personaje, la independencia y rebeldía, pero al mismo tiempo, la humana contrariedad de no tenerse por completo, de estarse buscando en otras personas; en la ausencia del padre, en la aprendida devoción de la madre hacia su hombre, en el trayecto entre el desprecio hacia la admiración de su cuerpo por sí y por los ojos externos, en el reconocimiento de esa necesidad de ser objeto de deseo; como cuando pasó de creer que no era la bonita sino la apestada (y bajo la lógica materna con algo siniestro en el espíritu) a contarnos cómo se hizo bailarina en un table dance como gesto vanidoso (para sentirse, alguna vez, la reina de la noche), sin que esto sea un simple andar del punto A al punto B.
Así, el ir y venir por el que está construido el personaje, lo dota de las contradicciones por las que pasamos como seres humanos, de realidad y cercanía, cuando más que al rescate, tiende a la revelación y también asume el papel antagónico dentro de su propio protagonismo, al liberar el peso de la herencia: Quizá mi madre sólo estaba lista, sólo había despertado a esa edad en que las muchachas están en el cenit, es decir a punto de una caída estrepitosa: la vida.
Por más que pretenda mantener distancia de una lectura a partir del feminismo (como única perspectiva), no puedo evitar preguntarme si los mismos sucesos hubieran tenido la carga que tuvieron de no haber sido mujeres las principales implicadas; la trinidad que era una misma, en la suma de: madre migrante, madre amante y madre soltera, así como Canché y los múltiples papeles que fue desempeñando en las historias que la conforman. Navega entre todo lo que intentó ser para tratar de resolverse, nombra las heridas y como en la pausa de las olas antes de tomar fuerza, aprovecha el silencio de la sala de espera para hacernos partícipes de sus tribulaciones.
En este camino, se reconstruye no solo desde su juicio, que va de la compasión por sí misma hasta la aceptación del autoboicot, cuando en un punto asegura: jugué todo lo que se pareciera al peligro; también lo hace apoyada en el juicio de la mirada ajena, como creadora de la historia se plantea cómo cree haber sido interpretada en sus relaciones. Así, nos recuerda que lo complejo de nuestra naturaleza, es existir a través de esas ventanas y al mismo tiempo, no dejar de ser lo que sucede en esta habitación de múltiples vistas.
Me habitó entonces una necesidad de restregarles en la cara a todos su juicio sobre mí. Si era el diablo encarnado había que demostrarlo o dejar que lo corroboraran todos. Quizá me dolió escuchar lo que decían de mi madre. Supongo que decidí, en algún momento, salvar a mi madre de ser una pecadora, una amante, una inmoral. Preferí que se hablara de la hija y, desde muy niña, comencé a ser un alma que parecía inquieta o siniestra, o una combinación de ambas.
A veces nos hace preguntarnos si ésta es una espera o una despedida; parece por momentos, la estación final en el camino incesante de la huida, porque salir corriendo es parte de su esencia y los personajes con los que se encuentra para entender su camino.
Identidad: esta es la historia de un par de arribistas
Si hubieran sabido lo que guardaba en mi corazón, lo que pensaba o lo que soñaba con hacerles, habrían dicho mi apodo no gritando burlonamente sino con temor. Los habría llenado de horror y quizá aprovecharían lo que de prudencia da el terror para callar, para dejar de burlarse de mí. Pero no lo supieron nunca y me marcaron con ese estigma.
Historias como ésta, me llevan a preguntar sobre su génesis: si esta semilla nació al observar a alguien que ha estado en muchos sitios, que encuentra su casa en varios lugares del mundo y en la confianza de un bar, cuenta sus historias de corazones rotos, o si esta es la respuesta que el autor –o nosotros, como lectores– quisimos encontrar en quienes ya no están con nosotros; si Luis Felipe trató –y asumimos la exposición de motivos– de analizar si esas rupturas fueron realmente amores fallidos, o simplemente cumplieron el objetivo necesario en su vida y nos entrega la victoria ficticia al celebrar, quizá, que ella sí supo reconocer el momento de marcharse.
Pues si bien el personaje declara que Una vez que se descubre la manera de herir con las palabras se convierte en una tentación a la que no se opone resistencia, pienso en la actividad creadora, a través de la cual, narraciones como éstas, aprovechan las herramientas y a través de su propia premisa, buscan tocar la herida abierta, o por qué no, con el boleto que asumimos este universo como único durante su lectura, en hacer la herida.
En esa línea de ideas, recuerdo esto que ya se ha dicho acerca de la inutilidad de la literatura, pienso en lo que sí nos deja: la compañía, o la simple delicia de vivir desde la otredad, donde busquemos expandir la empatía. Tal vez, lo digo con un poco de temor y sin atreverme a lanzar la primera piedra, podríamos encontrar alguna parte de nuestro quehacer entre las páginas, como cuando Canché admite, en el recorrido de sus logros y todo lo aprendido: Huyo de las ausencias, los ocios, los momentos sin actividad (…) Pareciera que escondía un temor a pensar quién era o qué sentido tiene todo, como si no hubiera querido preguntarme nunca esa cuestión porque la respuesta me parece aterradora; cuando nos lleva a ver qué otro nuevo oficio se inventaría para sobrevivir el día a día, la labor de desentrañar las motivaciones detrás de cada una de las actividades, como cuando en esta exploración de sus últimos veinte años de vida se recuerda siempre estudiante, partícipe de clubes, actividades y talleres literarios, incluso recurriendo a vivir a través del deseo de los otros como bailarina exótica para mantener una carrera universitaria. La salvedad es que, en algún momento de su recuento, concluye de sus semejantes: Ellos creían en el futuro. Ninguno de nosotros sabía que lo demás sería caer, habla desde la sabiduría que da crecer desde el dolor y las dificultades.
Pues traslada la desolación cuando sentencia: Mi vida había sido esa resignación de tener que tocar todas las puertas hasta que una se abre. Se escribe desde la acción forzada de descubrirse, de nuevo sola, en el intento de no depender de nadie y al mismo tiempo, reconocer que depende de su propia historia y de manera profunda, de la relación con la madre, que bien resumiría en esta batalla: Lo único que tenía era a una hija que comenzaba a separarse de ella. Resulta natural que diera jaloneos a las cadenas umbilicales que sentía existentes e irrompibles entre nosotros. Huirle a su orfandad era su reacción.
Desde la orilla
Destaca que la historia se desarrolla en las orillas, pues además de que celebro la producción de la literatura que no nace en el centro del país (y con esto, recuerdo y celebro a la gran Patricia Laurent Kullick), la locación y desarrollo de los personajes se da fuera de la capital, y tal vez sea un clave que tiene que asumir el lector, cuando hay mucha narrativa en que la “universalidad mexicana” parece ser la que se desarrolle en escenarios en la Ciudad de México.
Hablar desde fuera del centro, es inevitablemente pensar en la sociedad a la que se confronta el personaje, donde la Mala entraña se ve con ojos distintos; ella que además de contarnos de primera mano, no solo decisiones fallidas, sino la diatriba que solemos ocultar en el pensamiento para no discordar con los convencionalismos sociales. El gran objetivo es proponerse fidelidad a sus principios, aunque estos vayan en contra de los socialmente aceptados; para ello, la inevitable búsqueda.
Y resulta que las generaciones vivas, posibles lectores de esta novela, estamos en las mismas indagaciones: creemos ser la generación de los que cuestionan lo propio, la paternidad (la recurrente ausencia) o maternidad que dio como resultado nuestra crianza, y en consecuencia, nuestra propia (in)capacidad de hacerlo. Los que contamos con la educación emocional patrocinada en parte por la cercanía con la idea del deber ser – padres proveedores, y otra por las telenovelas, asumimos la tarea que nos toca el cambio de paradigma, la transición a la tierra prometida de la responsabilidad afectiva (que en el mundo de la información rápida ya puede significar muchas cosas) como panacea.
Entonces, el personaje se fortalece, al confrontar o tratar de salir avante en el medio al que pertenece y me gusta que lo haga desde la dificultad del entorno en que lo tradicional aún parece estar establecido como norma. Cuando en realidad somos el experimento de la libertad y la generación del caos, donde se exploran los límites; o quizá, siendo menos centro del universo, eso mismo habrán creído en cada etapa de esta línea imaginaria y las décadas que se fueron atreviendo a más que las anteriores.
Este libro me revivió la sensación de entrar sin expectativas específicas a un libro y al terminarlo, querer salir a tomar un café con la protagonista para ver qué hay más de eso que nos compartió. Porque al hablarnos desde su propia voz y en esos no lugares que bien pueden ser un baño, la sala de espera, la central de autobuses, un aeropuerto, se ambienta en la salvedad que da confesarse ante un extraño esperando no volver a verle, no ser merecedora de su juicio, sino únicamente del interés de ser escuchada.
Porque también conocemos a gente de mala entraña. Aunque es ante esta afirmación que pienso: en realidad no era maldad la que había, sino el día a día resolviéndose por alguien que siempre tuvo las agallas para hacerlo. Al comenzar la historia, algo me hizo conectar con Ausencia (de La China Mendoza), un personaje que disfrutó de la maldad con el puro móvil de la riqueza sumada al aburrimiento, buscando el placer por el placer, sin importar que esto incluyera quitar el aliento con tintes sexuales o la vida. Pienso en Aomame que nos confronta con la dualidad de lo bueno y lo malo en su necesidad de vengar abusadores, por pasado en una religión que le provocó más inseguridad y segregación que cobijo.
El móvil de nuestra protagonista era sí la recompensa, sí la autodestrucción, sí la ambición, pero principalmente, sobrevivir y para no quedarse en este principio básico, seguirse sintiendo viva a través del deseo. Creo que se acerca a lo real el que estas ambiciones se desarrollen en un medio más mundano, sin el adorno de la cuna de oro, cuando lo único que brilla son algunos golpes de suerte que parecen totalmente verosímiles y en uno que otro momento en que se atascan las posibilidades de avanzar, le ayudan a desanudar el enredo y ahondan en la riqueza de lo introspectivo. En esta historia, donde sus hombres y alguna mujer a la que no se atrevió a entregarse por completo, no son simples fantasmas, sino hitos en su vida, las nuevas formas con que aprendió a verla, cartas que le servirán de protección en esta nueva encomienda:
Parece que sólo espero a un juicio de la naturaleza, despiadada o equitativa igualadora, como la muerte; que no tiene distinción pero que siempre muestra, desde sus muy torcidas maneras, cuál es la lección que hay que aprender. Sólo espero a que la química y la genética me digan que a mis treinta y tres no estoy precisamente a la mitad de la vida, como creí.
Por eso volvería a acompañar a Canché, esperar con ella cuando intenta resolverse a través del recuento de sus relaciones pensando a mí me gustaba sentirme menos huérfana, menos sola; recorrer la juventud a través de su vida, nombrar la incertidumbre, el desatino, los deseos oscuros e impropios que nunca alcancé a poner en palabras, pues la vida solo estaba sucediendo
La gran pregunta es, en este escapar del destino, si después de todo pensamos que no habría caminos distintos; si como los epígrafes que hacen de postales de las estaciones que vamos visitando en su recuento, realmente es la historia de lo inevitable, de lo que la protagonista nombra cuando se conoce más a través de Lucy: Es como si tuviera un corto circuito, como si no lo pudiera evitar, como si se tratara de cumplirse la autoprofecía: la de quedarse sola y sentirse desdichada.


Sugey Navarro (Colima, 1991). Becaria INTERFAZ 2016. Ha publicado en las revistas: Huraño, Materia Escrita, Pez Ciego, godu.mx y fue incluida en la Antología virtual de poesía contra la violencia, de Bitácora de Vuelos. Desde 2017 escribe poesía, reseña y ensayo en su espacio: Divagaciones de una mente sin reposo, del suplemento cultural de la Universidad de Colima (El Comentario Semanal). Autora de Contrastes de lo eterno (Bitácora de vuelos ediciones, 2021).

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