El arte y la cultura:
derechos fundamentales,
no mercancía ni espectáculo

En un mundo donde el valor humano se mide con frecuencia por su rentabilidad, el arte y la cultura corren el riesgo de ser reducidos a mercancías o atractivos turísticos. Sin embargo, es urgente defenderlos como derechos fundamentales y no como productos sometidos a la lógica del mercado. Tanto la creación como el acceso a la cultura son formas esenciales de participación social, de expresión libre y de construcción de identidad colectiva.

El arte y la cultura no son lujos: son vehículos de pensamiento crítico, empatía y memoria. A través de ellos, las personas encuentran lenguajes para expresar sus vivencias, confrontar las injusticias y reimaginar su lugar en el mundo. Cuando el Estado garantiza estos derechos, está fortaleciendo no solo el espíritu creativo de sus ciudadanos, sino también el tejido que los une. En cambio, cuando arte y cultura se subordinan a la industria turística o al entretenimiento comercial, se privilegia lo exótico, lo vendible, lo decorativo, en detrimento de lo incómodo, lo crítico y lo profundamente humano.

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Además, esta visión mercantil invisibiliza al artista como sujeto de derechos. Se espera que los creadores produzcan contenido rentable, que se adapten a las demandas del consumo rápido y que asuman la precariedad como parte inherente de su vocación. Pero el trabajo artístico requiere tiempo, investigación, libertad y condiciones dignas. Proteger estos derechos implica reconocer a los artistas como trabajadores culturales que aportan a la vida pública tanto como cualquier otro profesional.

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Garantizar el derecho a la cultura no es solo construir teatros o museos: es fomentar una política pública comprometida con la pluralidad, la descentralización, la inclusión y la memoria. Es entender que el arte transforma realidades, no solo paisajes urbanos para el turismo. 

Defender el arte y la cultura como derechos no es una consigna romántica, es una apuesta ética.